Desde que me mudé a Buenos Aires conocí bastante gente de otros países. Hay acá una diversidad migratoria que nunca vi en Córdoba, al menos no con esta densidad. Son muchísimos los venezolanos, chilenos, peruanos y colombianos que se mudaron acá para estudiar o para buscar trabajo. A veces las dos cosas.
Una cosa que me fascino de ellos es que cuando los agrego a Instagram hay un común denominador: todos tienen fotos con remeras de la selección argentina. Todos salieron a celebrar cuando ganamos el mundial en diciembre del 22.
¿Qué otro país integra tan fácil a sus inmigrantes? Porque acá no hay ni venezolanos-argentinos ni italoargentinos ni nada por el estilo. Somos todos argentinos. Y ya. Y como mucho, recién luego de alguna pregunta por sus orígenes familiares o por su acento, alguien te cuenta de donde son sus genes.
Es una integración amigable. Como cuando te invitan a una fiesta donde no conoces a nadie y la gente te acerca algo de tomar y te suma a las conversaciones, porque acá no nos gusta tener a nadie en una esquina mirando al piso.
Me gustan mucho las grandes causalidades de la historia. La de la escarapela es una de esas. No hay orígenes exactos de cuando apareció la primera, si sabemos que fue lo que la motivó: nuestros soldados no tenían nada que los distinguirá de los soldados realistas. De hecho, apenas iniciada la guerra de la independencia usábamos un distintivo rojo muy parecido al de los españoles. Argentina está atada con alambre desde sus inicios. No lo digo como insulto.
En algún momento a alguien se le ocurrió tejer un círculo blanco dentro de un círculo celeste y problema solucionado. Y gracias a esas cosa tan sencilla, 200 años después un pibe de Colombia viene a Buenos Aires a estudiar y tan solo dos meses después de su llegada ya está diciéndole “che” a todo el mundo y buscando alguna remera de la selección en Once o en Flores.